Por Miriam Kap
El aislamiento producto de la pandemia impactó en todos los niveles del sistema educativo produciendo una disrupción, una escansión, un momento de zozobra. En este tiempo, se plantearon cuestiones pedagógicas, didácticas y profundamente éticas que dieron cuenta de la pregunta sobre la educación en o fuera de las aulas, del modo de circulación y producción de conocimiento y de las habilidades críticas necesarias para realizar los diferentes recorridos.
En el nivel superior, la pregunta que flotaba en el aire era: ¿es posible mantener la rigurosidad y la exigencia en la formación de profesionales en un contexto de distanciamiento y mediaciones tecnológicas? Más brutalmente, algunos sancionaban en tono algo irreverente: “así no se puede enseñar”, “no van a aprender todo lo que tenían que ver este año”, “no vamos a evaluar con esta modalidad, seguro se copian”. Cada una de esas frases, entre muchas otras que escuchamos, escondían -además del temor a lo desconocido y la necesidad de volver a pensar la docencia- abordajes tradicionales, una vara, una medida de saber o de dar cuenta de ciertos conocimientos, naturalizados por el paso del tiempo, que no se cuestionaba y que, en muchos casos, dejaba y dejaría personas fuera del sistema.
Sin embargo, venciendo resistencias propias o disciplinares, muchos docentes, haciéndose cargo de los desafíos de este momento impensado, se pusieron en marcha en un camino hacia la digitalización de las experiencias y diseñaron clases que dieron lugar a procesos profundos de construcción de conocimiento. Estos espacios novedosos convivían con otros más tradicionales y, aún así, todos demandaban conectividad, redes, plataformas y dispositivos para poder acceder a esas propuestas.
En este contexto de grandes contrastes en los diseños didácticos se hicieron visibles prácticas de enseñanza repetitivas y no reflexivas, normas burocratizadas o estándares que se privilegiaban antes que la cuestión sobre los derechos y las oportunidades a los aprendizajes. Esta realidad, que la educación prepandemia se ocupaba de ocultar, mitigar, naturalizar o bien había encontrado estrategias y atajos para que no fuesen tan evidentes, suscitaron nuevos interrogantes y se hizo insoslayable la necesidad de imaginar nuevas alternativas a los formatos clásicos de enseñanza. Porque aquello que no preveíamos despedazó la inercia, la rutina y la volvió pregunta.
Así, en algunas ocasiones, se produjeron transformaciones profundas que rompieron con las tradicionales categorías de tiempo y espacio y también con las ideas de evaluación memorística y buena enseñanza en claustros con conocimientos cristalizados y arquitecturas fijas. En estos casos, observamos que emergen prácticas de enseñanza reflexivas, inmersivas, multiexpresivas, en plataformas descentralizadas y con diferentes dispositivos que, siendo rigurosas desde lo disciplinar, significativas, transversales y creadoras de experiencias y oportunidades de aprendizaje, requieren de acceso a espacios de conectividad que no todos los estudiantes (e incluso no todos los docentes) tienen a disposición. Profundizando, de esta manera, la brecha entre quienes tienen acceso a las propuestas creadoras a través de espacios de conectividad y quienes quedan excluidos de esta posibilidad.
El desafío de los diseños y las prácticas, en medio de un escenario de consolidación de la cultura digital y de fuerte tecnodiversidad, vuelve a poner en la escena la necesidad de delinear estrategias genuinamente situadas, que tornen contingente la enorme potencia tecnológica, para no seguir profundizando las exclusiones.
En este clima de innovación y a la vez de tensión, con prácticas de enseñanza que se salieron del mapa conocido, aún innombrables o difícilmente categorizables, que revolucionan las perspectivas pedagógicas, reaparece una pregunta: ¿estos diseños originales, realmente creativos, en algunos casos experimentales que logran dar cuenta de lo significativo y producen experiencias de aprendizaje en las comunidades donde se llevan a cabo, llegan a todos y todas las estudiantes que deben llegar? Y la respuesta, en muchos casos, es no. Y es no, porque esos y esas estudiantes (y docentes) no tienen a la mano ni los dispositivos necesarios, ni la conectividad, para poder acceder a las propuestas pedagógicas. Nos encontramos entonces, con una gran cantidad de estudiantes, excluidos del sistema, invisibilizados, que no pueden estudiar -a pesar de los enormes esfuerzos de profesores e instituciones- por falta de acceso a internet, a una computadora o a un dispositivo que les permita habitar las clases virtuales.
En este tiempo aparecen nuevas metáforas y nuevos modos de llamar a la educación: una educación híbrida, una mezcla, mixtura y amalgama; una educación anfibia que da cuenta de las transformaciones que permiten transitar y aprender en distintos ambientes, una educación de alternancia, remota, una educación multilingüe, mestiza, tecnodiversa, donde la convergencia de los medios digitales crean nuevas interfaces y, con ellas, nuevas dinámicas de poder que es preciso descubrir para garantizar y ampliar derechos. Experiencias híbridas, ruptura de tiempo/espacio, fusiones de medios que expanden la enseñanza, alteraciones de la linealidad, nuevos lenguajes son todas prácticas de enseñanza que van surgiendo y lo seguirán haciendo a partir de ahora.
Estas mismas prácticas deben resguardar no sólo un diseño riguroso desde el punto de vista de la formación de los futuros egresados y egresadas, sino su posibilidad de acceder a esas experiencias de aprendizaje. Aceptar que los dispositivos y el acceso a la conectividad no son artefactos externos sino modos de vivir, hablar y aprender nos permitirá dar cuenta de la urgencia de políticas públicas e institucionales que entiendan estas tecnologías y la conectividad como un derecho.
La pandemia visibilizó prácticas de enseñanza emergentes que muestran mutaciones didácticas interesantes, significativas y potentes. Nos movilizó a cuestionar los fundamentos de nuestras prácticas y resulta imprescindible reconocer que si no hay conectividad, la educación se convierte en un privilegio. Por eso es preciso instalar en la agenda política la idea de que la conectividad es un derecho humano que permite el acceso a otros derechos como el derecho una educación pública, gratuita, básica y universal. Pensar la enseñanza en el contexto híbrido implica, además de una opción pedagógica y didáctica, una opción política que comprende la conectividad. Porque en ambientes cambiantes que se transforman en cuanto los habitamos, se torna urgente garantizar no sólo el acceso al conocimiento sino a la posibilidad de producirlo.
Es necesario garantizar la posibilidad de crear conocimiento, de ponerlo a circular en contextos diversos y lejanos, configurando espacios renovados, permeables y necesariamente experimentales, porque estamos ante la emergencia de algo completamente nuevo.